Pelea


La noche estaba negra, casi parecía enfadada. La luna parecía una uña que algún dios se hubiera mordido y escupido al espacio.

El camarero servía como con indiferencia: sin mirarnos a la cara. Había tres tipos en la barra, pero hablaban como si fueran muchos más, deleitaban al resto con un mitin filantrópico barato.
Yo había salido a beber, sin pudor, sin filtro, y me metí en la conversación. Podría decir que sin ganas, pero me apetecía discutir. Cuando te fuiste, dejé de hacerlo y lo echaba de menos.
Uno de ellos llevaba la camisa abierta como si en otra vida hubiera sido un palomo, y hablaba con la seguridad de quien nunca ha tenido razón pero siempre ha tenido público. Me miró como se mira a los desconocidos y dijo: “¿Y tú qué opinas?”. Opinaba mucho, pero lo dije bajito, como si las palabras aún fueran tuyas.
_ Opino que cuando el circo cierra los payasos deberían dormir en jaulas
“Ser payaso es una profesión noble, deberías avergonzarte de lo que acabas de decir, listillo”, me dijo, con la boca, los ojos y el pie derecho adelantado, por lo que supuse que era zurdo y la hostia me vendría de ese lado.

Asentí burlón, no por darle la razón, sino por respeto al ritual previo al golpe. “¿Y tú qué haces cuando el circo se va?”, le pregunté, sin levantar la voz, con esa calma que uno aprende cuando ya no le quedan personas a las que sacar a bailar. 
—No deberías presumir por la comparación, me refería a hacer del absurdo una opinión, casi una profesión —le dije yo al zurdo, clavándole la frase como quien pincha el último globo en un cumpleaños.
Él se quedó un segundo en blanco, como si le hubieran desenchufado el cerebro, y entonces sonrió, no por gusto, sino por amenaza. 
Y fue cogiendo impulso hasta que su cuerpo entero pareció inclinarse hacia el pasado, como si la rabia viniera no de mí, sino de algo de mucho antes, del patio del colegio pareciera ser, cuando era más gordo que ahora. Entonces, justo antes de que el zurdazo partiera el aire, alguien en la barra dijo: “Déjalo, hombre. No ves que habla solo porque no le queda nadie con quien hablar”. Y por un segundo, me dolió más eso que la hostia que no llegó.
Me senté sobre el sudor de mis nervios, miré al zurdo y éste al camarero. Fue como si el camarero hubiera resucitado y le inoculara calma con la mirada. De repente, mi móvil vibra. Un WhatsApp oportuno: “¿Has visto la luna? Te echo de menos.”
 El camarero se encogió de hombros, como si no pudiera hacer mucho más que estar ahí, esperando que alguien le diera la razón para poder volver a lo suyo.
Asentí, guardé el móvil en el bolsillo y me levanté. El bar siguió girando alrededoe de sus feligreses como si nada tuviera relevancia. Y sin embargo, todo me dolió un poco más, Salí a la calle que apuntaba a mi casa con un puñetazo de menos y una lección de más, con la luna clavada en el cielo, y pensé, por última vez esa noche, que a veces el vacío se llena con las palabras que no decimos.




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