¡No sé bailar!

 

¡No sé bailar!" Le grité desde lo alto del podium. Después de 100 copas me sentía eufórica. Me movía como si me hubiese tragado todas las luces de aquél garito. Podría haberme quedado catatónica pero me dio por bailar mal encima de aquel templete como si fuese lo último que pudiese decir sin palabras.


Cuando estuve segura de que todo el mundo lo sabía de mi propia boca, Alguien me lanzó una servilleta enrollada . No supe si era un gesto de admiración o una protesta sutil. Ni me importaba. El DJ  pinchaba como si odiara la música que se hizo después de los 80. Yo seguía girando, como si girar fuera la única ley fisica que me regía para no caerme del todo, y sonreí con los dientes apretados.

Encima del podium evocaba a la bailarina descolorida y bizca de aquél joyero de mi comunión. 

Sonreía sin motivos, solo por placer, como si el universo me estuviera haciendo fotos constantemente.

Y alguien debió morir de envidia y llamó a los monstruos de la seguridad.Señores enormes, ese tipo de señores que han ido tanto al gimnasio que ya no pueden ni pegar los brazos al cuerpo, ni follar sin desfibrilador al lado, esos señores que buscan su imagen en cualquier reflejo para egolatrarse. Me invitaron a bajar y salir del local.


Uno de ellos me ofreció la mano como si yo fuera una niña que tiene que cruzar la calle. Negué con la cabeza, exageradamente. Otro me dijo algo sobre normas, seguridad, dignidad. Me encantó que usara esa palabra: dignidad. Qué concepto tan gracioso cuando llevas dos horas bailando como si tu vida dependiera de no coordinar tus pies con la música. Me bajé sola, evidentemente, pero lo hice descendiendo de un trono emérito imaginario.


La gente me miraba atónita, como si nunca les hubiera pasado nada mejor y no supieran qué sentir. Paseé entre esos dos monstruos hasta la puerta  con la cabeza erguida para que no se me cayese la corona, igual de imaginaria.


Uno de ellos olía a aburrimiento . El otro, a sudor de bien entrado agosto. Me flanqueaban como escoltas de una yonqui desnortada, expulsada por exceso de autenticidad. Mucha de la gente acompañaba con los ojos el séquito minimalista .Crucé el local como si llevara una banda invisible que dijera “miss algo”. 

Al salir, el aire de la noche me recibió con un pellizco suave. Me reí otra vez, por inercia, por seguir haciendo ruido. A veces una carcajada sirve como último acto de resiliencia.

La música me perseguía todavía como si yo fuese una trampa de la que no podía escapar. Yo hacía palmitas, pequeños pasitos para mover el culo y un poco "así " con los dedos. Esa noche toqué el cielo y desde arriba les vi —y qué vistas...— vi las miserias de todos desde otra perspectiva.... Tan parecidas a las mías... pero qué poco sentido del ritmo tenían los miserables.

Luego me fui, sin mirar atrás, que bastante castigo tienen ya con ser ellos todos los días.




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