La revolución

 Corría un año cualquiera entre sus 40 y 50. Tenía la vida a medias porque siempre se le olvidaba algo con las prisas, pero se sentía verdaderamente cansada, extraordinariamente cansada. Las mentiras de la televisión, el sometimiento placentero del obrero, la impunidad del poderoso, la tercera guerra mundial... Le hacían encabronarse por encima de sus posibilidades.

Se había acostumbrado a desayunar con el estómago apretado, como si cada sorbo de   café  lendiera volumen a la culpa de no haber meditado, hecho yoga, leído las noticias o salvado al planeta por no haber reciclado correctamente. Su terapeuta decía que debía aprender a respirar. Ella pensaba que, más que aprender a respirar, lo que necesitaba era que alguien la dejara gritar a gusto en el pasillo del supermercado, justo en la cola de la caja.

La tarde caía espesa como un bloody Mary derramado sobre la montaña mientras se dirigía a la ferretería, quería comprar un megáfono y desconocía cuál era el establecimiento que se lo podría dispensar. Había decidido empezar su propia revuelta.

No tenía claro contra qué se iba a rebelar primero: si contra el horario partido, contra el impuesto al sol o contra la nueva moda de hacer ayuno intermitente como si el hambre fuera un lujo estético. Lo único que tenía claro es que necesitaba amplificación. Llevaba susurrando como una señora, ahora era el turno de la rabalera que todas llevamos dentro.

Grabaría su discurso , ataría el megáfono con maroma de la buena al Clio del 97 y recorrería su puto pueblo. La grabación sólo diría : subnormaaaaalessss.

No tenía intención de matizar. Ni de añadir contexto, comas, ni disculpas. Era un mensaje conciso, transversal, intergeneracional. Había algo profundamente liberador en la palabra dicha con eco, con ira, con la voz metálica del megáfono bailando sobre el asfalto. Mientras cruzaba la rotonda, los vecinos se asomaban entre visillos, como si la revolución les hubiera pillado a medio comer.


Marketing disruptivo. Cuando no te esperas lo que te van a ofrecer pero ya tienes esas ganas capitalistas de consumirlo. Una vez captada la atención de todos bajaría del coche desenrollaria mi armatoste y comenzaría el mitin delante de todos aquellos personajes ya ofendidos.

De repente ya había gente con arcadas, gente muerta de la risa, gente escandalizada, pero al fin y al cabo, gente por todos lados. 

 El caos estaba servido.

—Queridos vecinos —empezó, mientras el viento le agitaba la chaqueta como si fuera una especie de líder espiritual. —. Sé que esperabais algo más espectacular y tangibleuna, pero hoy vengo a ofreceros algo más potente: vergüenza  y verdad.

Hubo un silencio que resultaba familiar. Una señora  se santiguó. Un niño grababa con el móvil. Alguien murmuró “esta tenia que ser”.

—Vivimos como idiotas funcionales, amigos. ¡Y lo sabéis! Aplaudimos desde el balcón a las ocho y luego le gritamos al reponedor del Mercadona porque no queda hummus. Nos creemos libres porque podemos insultar a cualquiera en X  con una identidad falsa, pero no nos atrevemos ni a preguntar cuánto cobra el alcalde. Y lo más grave de todo: nos parece normal. ¡NORMAL!

Algunos empezaban a marcharse. Hay cosas que no son bonicas de escuchar . Entonces no me quedó más remedio que hacer un calvo. La atención no debía morir ahora que por fin  era mia.

 Un calvo en toda regla. Me di la vuelta, subí la camiseta y mostré lo que nadie, nadie, esperaba ver esa tarde: mi culo al viento, casi como si fuera una bandera de guerra o blanca reclamando paz. Las caras cambiaron. Los ojos se agrandaron, algunos se taparon la cara como si estuvieran presenciando un crimen, pero nadie se movió. Porque el calvo, amigos, el calvo era la revolución más pura que podían ver en todo el año.

—¡Póntelo en el currículum! —gritó un tipo, claramente nervioso, mientras su esposa le susurraba algo sobre llamar a la policía.

De repente ya había gente con arcadas, gente muerta de la risa , gente escandalizada, pero al fin y al cabo, gente por todos lados. De repente un helicóptero llegó hasta justo encima de mi reclamando su parte de circo y empezó a bajar un tipo con pasamontañas, quería disimular pero yo sabía quién era , conocía esa pose de pasarela . ¡Era pedro Sánchez!

Ese hombre descendió, flotando hacia la tierra, como si de una pasarela se tratara, cuando se quitó el pasamontañas tenía la cara seria y la actitud de quien sabe que la historia lo estaba mirando. En cuanto sus botas tocaron el suelo, se acercó a ella, con esa mirada que solo los políticos saben hacer: una mezcla de 'te voy a explicar lo que está mal y lo que está bien' y 'lo sé, lo sé, todos te odian, pero escúchame un segundo'.


—¿Qué está pasando aquí? —dijo con tono de tecnócrata reptiliano a a la vez que circunspecto y con talante conciliador.


Ella lo miró, sin perder la compostura, y le respondió, sin dejar de exhibir su calvo en toda su gloria:

—Perro, hoy no es tu día, peo si me dejas jubilarme antes de los 65, tal vez te deje decir algo interesante a toda esta gente. Pero mientras tanto, bésame el culo...


¡¡¡subnormaaaaalesss!!!






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