Su sitio



El sitio de él

Nunca aprendí a hacer café sin pensar en él.

Eso ya lo dice todo, supongo. Me despierto tarde, como siempre, con el sol partiéndome la cara. No sé qué día es. Tampoco importa. El calendario está lleno de fechas sin interés. Afuera, la ciudad sigue fingiendo que todo va bien. Adentro, yo también.

Hace 50 y tantos días que se marchó de casa, tal vez 5 años, siempre fui mala para las fechas, cosa que él odiaba de mí, también.

No dejó no


ta ni drama.

Solo un silencio nuevo, con eco. Me levanté una mañana y su cepillo de dientes ya no estaba. Tampoco su chaqueta azul ni los vinilos que más le gustaban. Se llevó lo justo para no hacer ruido. Como si no quisiera que me diera cuenta. Como si su ausencia fuera una forma de cortesía. Pero hasta el aire cambió de peso.

Pensé que no sería algo definitivo, que antes de la cena se daría cuenta que el cepillo de dientes tenía su sitio, la chaqueta tenía su sitio, los vinilos tenían su sitio, incluso él tenía un sitio en aquella casa que 5 minutos después del portazo ya parecía un solar.

Me senté a cenar igual, con el plato de él a la izquierda, por costumbre o por miedo, no sé. Comí poco, mastiqué aire, y agua. Me fui a dormir sin apagar la luz del pasillo, como si fuera un faro. Pero no volvió. Y al día siguiente tampoco. Y al otro tampoco. Y entonces entendí.

Me tuve que hacer a la idea de forma abrupta.

Todavía estaba intentando asumir que ya no podía atarme los zapatos sin sentarme y ahora esto. Cuando la vida se pone a correr tan rápido me angustia.

Así que empecé a caminar más lento.

No por decisión, sino porque no me quedaba otra. Salía a dar vueltas por el barrio. Todo seguía su curso, incluso el buzón seguía llenándose de cartas que nadie abría. Como si el mundo no supiera que faltaba alguien en casa.

Ni la luz ni la telefónica habían notado aún tu ausencia. Inaudito.

Empecé a abrirlas solo para comprobar si en alguna había una pista, un error, un remite, un perdón. Pero nada. Facturas, promociones, amenazas pasivo-agresivas de cortes de suministro. Todo muy formal, muy limpio, muy “señor tal, rogamos su atención”.

Todas rogábamos por él en aquella, cada vez más pequeña, casa.

La casa no lo dejó ir.

Se lo tragó despacio, como tragan los sitios a los que les duele que los abandonen. Empezó por los objetos —un gemelo, una nota vieja, un mechón en el desagüe— y siguió con las paredes, que se fueron cerrando, más estrechas, más húmedas, más furiosas. La casa olía a él incluso cuando todo estaba limpio. La casa sudaba su nombre. Y yo, encerrada dentro, ya no sabía si vivía con su fantasma o si yo era el fantasma.

Porque una casa que se acostumbra a alguien no perdona que se marche. La espera se vuelve hambre. Y aquí, lo único que sigue vivo, es el hueco que dejó.












Comentarios

Entradas populares