Ni un café
Lecciones de café
Las personas prefieren callar a afrontar una emoción o situación que les molesta.
No sé en qué momento exacto empezó a engatusarme Sé que al principio me caía mal. Tenía esa manera de decir las cosas como si ya supiera que tenía razón y tú aún no te habías enterado. Me ponía nerviosa. Me hacía contestarle con frases más largas de lo necesario, como para justificar mi existencia. Y sin embargo, ahí estaba yo, memorizando la forma en que se arremangaba los jerséis cuando hablaba de algo que le importaba.
Nunca llevaba monedas y jugaba a hacerse el que "se me ha olvidado coger las monedas". Todos los días. Siempre. Así que llevaba desde el 97 sin pagar un café, dudo que sepa cuánto cuesta uno.
Yo le seguía el juego, claro. A veces le decía que ya le haría una factura con recargo, y entonces me miraba con esos ojos de "sí, claro, y tú vas a cobrarme a mí", y ya estaba. Se reía y me tocaba el brazo al pasar, como si fuese su datáfono. Nunca fue tacaño, era otra cosa. Como si el mundo le debiera tanto que ya no se molestaba en pagarle a nadie.
Un día me preguntó si yo también tenía manías. Le dije que sí, que me gustaba doblar los tickets antes de tirarlos. Me contestó que eso no era una manía, era tristeza reciclada.
Le pregunté entonces cómo lo hacía él, aunque realmente me importaba una soberana mierda. Era tan cuñao, que ya había conseguido con una astucia supina que mordiera el anzuelo y ahora ya estaba atrapada en su sabiduría aprehendida por imitación.
Me explicó, con gesto de tertuliano en bar con eco, que él no tiraba tickets. Que los dejaba en los bolsillos hasta que la lavadora los convertía en confeti. Que así, cuando tendiera la ropa, era como una celebración íntima de todo lo que no necesitaba recordar.
"Poético, ¿no?" —me dijo.
Y yo asentí con cara de póker, mientras pensaba que había pocas cosas más tristes que convertir la lavadora en trituradora de memoria y salir orgulloso.
Pero claro. Así era él.. Un poeta de las excusas. Y yo, cada vez más idiota, empezaba a coleccionar sus frases como quien guarda las frases de los azucarillos.
Una mañana, como de costumbre, tomamos el café en el bar. De repente me vino una idea maravillosa a la cabeza: ir al baño justo en el momento de pagar. No se movía, miraba la tele, se urgaba la nariz con falso disimulo. Y yo, escondida detrás de la puerta de un baño abandonado por la limpieza, decidí salir por la ventana que daba al parque. Nada malo podía pasar. Ese tipo hoy se llevaría una buena lección.
La ventana no era tan baja como pensaba. Salté con la torpeza de quien ha visto muchas películas y ha practicado pocas huidas. Aterricé entre dos arbustos y un grupo de palomas, que salieron volando del susto y mira que es difícil hacer volar a una paloma.
Me senté en un banco, desde donde podía ver la puerta del bar. Esperé con un café invisible en la mano y una sonrisa de justicia poética apretada entre los dientes.
Salió diez minutos después. No buscó en los bolsillos. No miró la cuenta. Se fue. Tan tranquilo. Ni enfadado, ni desconcertado. Solo se encendió un cigarro y caminó como quien ha olvidado algo a propósito.
Ahí entendí que yo no era especial. Que probablemente no era la primera en probar esa pequeña trampa de teatro, y que él ya se sabía el guión. Que había aprendido a no pagar cafés... ni consecuencias.
Me daba vergüenza volver al bar. Pensé muchas veces en cómo decirle al camarero que yo era una idiota esporádica y que no había pagado mi café porque ese día había decidido salir por la ventana por improvisar.
Me reconoció en cuanto crucé la puerta. Me dijo que mi compañero, un tipo encantador, pagó 3 cafés. Los 2 consumidos y otro por si volvías, que ese día había aprendido una cosa: Las personas prefieren callar a afrontar una emoción o situación que les molesta.
Me reí sin saber bien si por alivio o por pena. El camarero me dio una servilleta con el recibo. Detrás, en letra apresurada, él había escrito: “Gracias por la lección. Me hizo más falta de lo que pensaba.”
Me senté en la misma mesa de siempre, pedí otro café.
No volvió. Y yo no lo busqué. La incompatibilidad de realidades nos volvió invisibles al uno para el otro.
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