Era muy bizca

 Era bizca. Tenía los ojos demasiado marrones, incluso para su tara. Cuando fijabas la mirada en uno de ellos, el otro parecía aburrirse e intentaba cambiarse a otra cara que le conviniese más. Como si el cuerpo se burlara de la mirada, se rebelara contra la obsesión de la simetría. A veces, me preguntaba si los ojos, al estar tan desajustados, no comprendían la realidad de la misma forma que el resto de su cuerpo. Pero tenía algo que engatusaba, algo que no entendía del todo y que me molestaba más de lo que quería admitir.


Aún así, tenía una belleza de terciopelo, una belleza que hasta se podía oler. Era el tipo de belleza que no pedía permiso. De esas que te envuelven sin que puedas esquivarlas, como si la suavidad del terciopelo pudiera perforar sin que te dieras cuenta. No era la clase de belleza perfecta. Era algo más desordenado, más rugoso, pero tan encantador que te dolía mirarla demasiado, como si los ojos se quemaran al intentar contenerla.

Y cuando sonreía, parecía que mil margaritas renacieran sin pudor en una carcajada. No era una sonrisa común. Era una risa abierta, desnuda, sin filtro, que rompía cualquier intento de esconder lo imperfecto. En su risa había algo salvaje, algo natural que desbordaba la habitación, y por un momento, te olvidabas de todo lo demás. De su bizquera, de sus ojos cruzados que nunca parecían encontrarse del todo. Solo quedaba la carcajada, la floración de mil margaritas que no pedían perdón por crecer en el suelo equivocado.

Yo la amaba hasta la extenuación. La amaba con la misma fuerza con la que ella me ignoraba, como si el feo fuera yo, como si lo invisible tuviera mis iniciales tatuadas en la frente. Era un amor de esos que no saben rendirse, no por valentía, sino por estupidez genética. De esos amores que no caben en el pecho pero tampoco sirven para nada. Solo para doler bonito.


Bombeaba cada centímetro cúbico de mi sangre con el simple gesto de cubrirse el rostro, ese gesto mínimo, casi infantil, con el que difuminaba el rubor de sus mofletes cuando le soltaba una verdad de las que no se dicen, como: es que yo te quiero más que a mi pez naranja. Y no era broma. Lo del pez naranja era en serio. Había vivido conmigo más años que mi padre. Pero ella, con esa forma suya de no verme, había conseguido algo que ni glugli, ni los años habían conseguido: descolocarme.


Porque su forma de ignorarme no era cruel, era elegante. Como si no pudiera evitar ser un poco mejor que todos nosotros. Incluso bizca. Incluso con esa risa que convertía mi patetismo en comedia romántica de sobremesa. Y yo seguía ahí, lanzando frases que parecían salidas de un niño con fiebre, esperando que un día, alguno de sus ojos se dignara a quedarse mirándome fijo, aunque fuera por error. Aunque fuera por lástima. Aunque fuera por amor, qué coñoque parecían salidas de un niño con fiebre, esperando que un día, alguno de sus ojos se dignara a quedarse mirándome fijo, aunque fuera por error. Aunque fuera por lástima. Aunque fuera por amor, qué coño.


Una tarde de calor, tirando hacia el verano, fuimos a bañarnos a la piscina del pueblo. Ella llevaba un bañador rojo, el tipo de rojo que solo le queda bien a la gente que no se da cuenta de lo bien que le queda. Mientras se acercaba a la piscina, pensé que la vida había perdido a una gran socorrista con esa capacidad suya para vigilarlo todo. Ojos que apuntaban en direcciones opuestas y, aun así, lo veían todo. No se le escapaba ni el sol.


Me quedé observándola, haciendo cálculos mentales,, intentando adivinar cómo inventaría su forma de entrar en el agua. Porque sabía que no se tiraría sin más. Ella tenía un talento innato para convertir cualquier gesto en espectáculo. Y yo, como un idiota enamorado y empapado en cloro, solo quería adelantarme a la jugada para fingir un choque fortuito y robarle un beso. Como en esas pelis malas en las que el protagonista tropieza y acaba con la boca justo donde soñaba.


Eso, o  intentar ahogarla suavemente. Solo un susto, nada grave. Lo justo para tener excusa de practicarle la reanimación y, por fin, rozar esos labios rojísimos que me tenían más deshidratado que el agosto entero.


Pero no hice nada. Porque cuando uno está realmente jodido de amor, hasta el crimen se le vuelve poético. Y entonces ella se tiró al agua, salpicando la superficie como si acabara de caer del cielo. Yo me lancé detrás. No por nadar, ni por refrescarme. Solo por estar en el mismo elemento que ella. Aunque fuera otro día más sin besarla.

Y de repente, ella se acercó. Así, sin avisar, sin banda sonora, sin montaje en cámara lenta. Me apartó un moco que había salido disparado tras mi penosa zambullida. Lo hizo con una naturalidad insultante, como si quitarme mocos fuera parte de su rutina diaria. Y me besó.


No fue un beso con trompetas ni fuegos artificiales. Fue un beso directo, cálido, algo húmedo —como debía ser, estábamos empapados—, pero sobre todo fue un beso que interrumpió la vida. Como si alguien hubiera apretado “pause” en el mundo, y todo lo demás dejara de importar. Creo que me desmayé. Lo digo en serio. Creo que incluso hoy, 40 años después de aquel día de calor, sigo desmayado.


Yo me desmayé, claro. Pero no fue por el beso. Fue por la certeza —rápida, cálida, brutal— de que a veces el amor responde. Y cuando lo hace, no avisa. No se maquilla. No pide permiso.

A veces solo llega, se te planta en la boca, y te dice:

“sí, incluso tú.”

Y ahí estoy yo, con 50 tacos, con un pez naranja que ya no está, con otras bocas, otras piscinas, otros veranos, pero aún flotando en aquel momento en el que ella me limpió un moco… y me besó como si yo no fuera un desastre.

Y quizá por eso la sigo amando. Por eso, o por el moco. Quién sabe.



Y si me preguntan qué haría si volviera atrás, solo cambiaría una cosa: me limpiaría el moco antes de saltar. Lo demás, lo dejaría igual. Hasta el desmayo.


Porque hay gente que ha escrito novelas enteras por menos. Y yo solo necesitaba un beso y una piscina municipal para entenderlo




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