Los lunares

 Los lunares del brazo izquierdo

Hay gente que te marca con rotulador permanente y ni siquiera se entera.

Tenía 8 lunares en el brazo. Colocados en una perfecta hilera en disposición marcial. Empezaban cerca de la muñeca pero por detrás y seguían hasta el bíceps. Creo que si cruzaba los brazos, le tocaba el corazón a través de su teta izquierda.

Nunca le pregunté si se los contaba alguien más. Tampoco si se los sabía de memoria, aunque me hubiera jugado el sueldo de un mes a que sí. Los miraba como quien repasa para el examen sabiendo que no va aprobar y aun así no se achanta.


Una vez le pregunté si alguno era maligno. Me miró como si fuera idiota y luego se rió. Me dijo que el más peligroso era yo, pero que tampoco me tenía miedo. Mentira. Yo a mí también me tenía miedo cuando estaba con ella.


A veces me dejaba tocárselos. No con el dedo, con los ojos. Era peor. Porque el dedo se detiene, tropieza, duda. La mirada no. La mirada es remolona, pícara e infinita. Se las sabía todas.


Decía que el del medio, el cuarto lunar, era su favorito. Que le parecía el más feo, y que por eso lo quería más. Como la madre que tiene 3 hijos y mima al del medio porque ni siquiera le pudo ofrecer ser el primero o el último.


También le pregunté si siempre habían llevado ese orden o de pequeña los llevaba más rebolicados. A veces hago ese tipo de preguntas. Desconozco el motivo. Cuando alguien me gusta fuerte se me forma una pelusa en el cerebro y cuando abro la boca… ¡Zas! Se me escapa. Imagino que volvió a pensar que era tontísimo, pero me lo perdonó de nuevo y me contestó.


—De pequeña no tenía tantos —me dijo—. O no los tenía en fila. Aparecieron así cuando me empecé a enamorar mal.


Luego me preguntó si yo tenía alguna marca parecida. Le dije de una que no se podía ver en la calle, que era por debajo de los vaqueros y que ya bastante me había costado poder abrocharmelos, . Me la hice cuando tenía nueve años con un alambre y un amigo intentando saltar una valla para impresionar a una vecina que luego se casó con el afilador,   de tanto decirle que no a afilar la navaja, martillo, hacha y cuchillo...le dijo que sí ya a lo de casarse por pena como si ya no le quedarán más noes.


Ella se rió y me dijo que esa también contaba. Que no todas las heridas se ven venir con el cuchillo por delante.


A veces me marchaba sin el amor hecho y otras con excedente. Las dos me hacían volver a casa más flotado, más sonreído, más a gusto con mis mierdas irreparables.


Me duraba días, esa sensación. Como cuando te levantas de la siesta y no sabes si es martes o estás en las olimpiadas del 92. Como si algo se hubiera recolocado dentro sin hacer ruido. Y entonces hasta la alegría se me ponía de punta.


Había quien decía que lo mío con ella no era sano. Pero lo decían desde la lógica, esa cosa tan etérea y subjetiva. Yo no quería salud, quería alucinaciones, quería verla aparecer a cada rato, que fuera mi fiebre. Y ella tenía todo eso, como un don en vena, repartido entre los lunares, los silencios y esa forma que tenía de reírse con toda la boca y todos los dientes.


Las personas como ella no se fijan en tipos como yo, al menos no lo suficiente como para compartir baño, pero los tipos como yo bordamos pañuelos con sus iniciales cuando se acaba la resaca y los "Bros" han quedado para ver el fútbol.


Y luego los guardamos en una caja de zapatos junto a otras reliquias de cosas que casi fueron: una entrada de cine con la fecha tachada, una nota que decía “vuelvo enseguida” y no volvió, y una foto movida donde sólo se le ve el brazo. El de los lunares. El que me tocaba el corazón por dentro desmesuradamente.





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