La vida es un elefante

 

Cuando eres muy adulto te haces preguntas del tipo: ¿Cómo aprendí a  diferenciar el columpio de la balanza, el juego de la justicia, el equilibrio del abismo, el valor de la prudencia?
Nunca he vuelto a ser tan valiente como a los 7 años, cuando lo importante era subir al árbol y no la caída.
Hace tanto de eso.
Hace tanto tiempo  de eso que ahora siento que tengo todos los años. Miro hacia atrás y todo son recuerdos y caras, algunas difuminadas, otras nítidas y otras aplastadas con una petanca o un trofeo de esos con peana de mármol, también el sabor a regaliz. ¿Te imaginas ahora a un señor en la puerta de un colegio con unas tijeras de podar oxidadas vendiendo trozos de regaliz por diez pesetas? Totalmente inviable, porque ahora todo está prohibido, porque el miedo nos mató a los cien niños que fuimos y porque ya no existen las pesetas.



Hubo una época que los yogures se llamaban yoplait, eso era así, y en la tapa venían puntos para obtener regalos maravillosos como airgan boys o tazas octogonales. Eran otros tiempos en los que los aviones bombardaban a los niños de playa con balones de Nivea.
En fin, yo fui increíblemente valiente, pero un día me hice mayor. Estaba en una ferretería. Necesitaba 27 clavos para una cosa súper importante.
Veintiuno, veintidós, veint...
De repente un elefante entró por la puerta y también por un poco de fachada.
La gente, por lo general, supo reaccionar y empezó a gritar y correr en dirección contraria a la marcha del elefante, pero yo, yo no. Me petrifiqué, bueno, casi, porque me hice pis. Parecía una figura de lladró, frágil, pálida, helada y meada.
El elefante destrozó cada estantería que encontró a su paso con paso firme y destructivo mientras sus ojos acortaban distancia. Cuando todo el alrededor era caos y los dos estábamos enfrentados, bajó la trompa y le dió a mi mano por debajo hasta hacer saltar los clavos por el suelo como una breve lluvia de acero. Casi lloro, no por los clavos o el susto, era por otra cosa que no sabia explicar.
Al instante aparecio un pakistaní con dos entradas para el "gran circo del mundo" que había llegado a la ciudad para pedirme disculpas por el contratiempo, que no esperó para ver si se las concedía o no, y se marcharon sin más.
Aprendí entonces el sentido de la vida. 
Cualquier drama es susceptible de empeorar si así lo deseas y que la vida, a veces, es un golpecito en la mano que llevas llena de cosas y que tienes que agacharte de nuevo para recogerlas y volver a empezar.



  

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